El término sirve a menudo como sinónimo de -angustia- (muchas lenguas no distinguen las dos nociones), especialmente en el lenguaje médico (que cada vez las distingue menos). La ansiedad, sin embargo, atañe más a la psicología que a la filosofía. Es más un rasgo de carácter que una situación existencial, más un estado que una experiencia, más una disposición patológica que ontológica. Es como una angustia sin pretensiones, que se refiere menos a la nada que a lo posible, y por eso se parece más al temor. Es el miedo vago de algo preciso, y el miedo de este miedo, y la predisposición a experimentarlo. El ansioso siempre tiene un miedo anticipado: verifica tres veces que ha cerrado su puerta, teme siempre –para sí o sus allegados- la enfermedad, los accidentes, la desgracia... Adopta, contra su propio miedo, un despliegue de preocupaciones que no hacen más que aumentarlo. Tiene miedo de tener miedo, y eso le espanta.
La ansiedad, incluso patológica, no siempre carece de fundamento. Resulta más bien de la aguda conciencia de los peligros que efectivamente corremos, pero exagera su probabilidad y no deja, es su suplicio, de adelantarse e ellos. Es un miedo intempestivo y desproporcionado.
Su contrario es la confianza; sus remedios, la medicina o la acción.

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